Mientras leía a Carlos Rovelli: «La realidad no es lo que parece»- edición de Tusquets, pensé desde 1869 y salté sesenta años atrás a mis tiempos en Marsella-Colombia.
Allí mi origen rural, dependíamos de la agricultura cafetera y pequeñas tiendas de comercio, la mecánica más complicada era enderezar latas viejas del carro del “Avispón”, un chofer con un vehículo tan viejo que sacaba la mano para pedir le cedieran la vía y le daban limosna, y limar los cascos de Matusalén, el anciano caballo de mi abuelo, para clavarle las herraduras.
En “La realidad no es lo que parece” de Carlos Rovelli, segunda parte: El principio de la revolución-episodio 3, sobre Einstein: “Albert era un rebelde. Sus padres lo habían dejado en Alemania para que fuera al instituto, pero para él la educación era demasiado rígida, obtusa y militarista. Como chocaba con las autoridades académicas, abandonó sus estudios y se reunió con sus padres en Pavía, donde se dedicó a no hacer nada. Los padres rara vez entienden que ese no hacer nada de los adolescentes es el mejor tiempo empleado del mundo”. Prosigo, y desde allí pasó a suiza en el Politécnico de Zúrich… ra, ra, ra- leía Los Elementos de Euclides, y La Crítica de la razón pura de Kant
Sesenta años atrás el padre de Einstein construía centrales eléctricas en Italia donde se iniciaba una revolución industrial y las turbinas y los transformadores que montaba se basaban en las ecuaciones que Maxwell había formulado dos décadas antes, el poder de la nueva física era evidente y desde ella el niño Einstein se transformó en un genio».
Desde allí a mi acá
La educación en Marsella -1955- también demasiado obtusa, rígida y militarista, tenía un modelo pedagógico algo prusiano, estructurado con un formato pesado e inclinado a clases sociales; fomentaba su disciplina en la obediencia a los maestros, a la patria y a la iglesia católica. Recibíamos Conocimientos elementales en lectura, escritura y aritmética. Vivíamos entre la violencia política de liberales y conservadores. Era memoria pura en el catecismo del Padre Astete y lecciones destempladas. “La letra con sangre entra” decía un eslogan en la contraportada de la cartilla “Alegría del leer”.
Un castigo humillante nos impuso don Quintiliano Quintero, maestro de aquellos días, se bebía diez litros de agua en las seis horas de escuela y entre sus medias clases y el orinal nos hacía memorizar los nombres de los veintinueve gobernadores que había tenido Caldas. No recordé ni un pio, como castigo me arrodilló con Carlos Arturo López y Germán, mi hermano gemelo, para limpiar el salón de clase, tabla a tabla en cada espacio del piso hasta dejarlas brillantes con unos trapitos rojos del tamaño de un pañuelo; no azul, sería una profanación a la bandera de la virgen María.
Quise abandonar los estudios, nada sabía de gobiernos y menos aún de Einstein, regresamos por un pacto de mamá Laura con don Camilo Castaño, el director de escuela, para librarnos de castigos humillantes, aunque Heriberto López, dos años después estrelló contra el tablero mis narices; de aquel golpe heredé el tinitus que calmo todos los días con mi sintonía hacia los sonidos energéticos del universo.
El caso de Rojo
Aún recuerdo a Rojo, el alumno mayor en nuestro primero de la primaria, fortachón y una niñez con rebeldía en la sangre que bebía de los novillos que ayudaba a sacrificar en el matadero como ayudante en el trabajo de los suyos. De allí salía a la escuela, retrasado y con los ojos metidos en el más infinito de sus cansancios, con su trasnocho y somnolencia, anunciaba que estaba presente.
Aquel día doña María Álvarez, nuestra maestra, estaba enferma y la reemplazó la señora Ángela. Rojo dormía en la banca de atrás, nada percibía entre las profundidades de su sueño mientras repetíamos ese sonsonete con que nos enseñaban a leer: ra, re, ri, ro, ru … ta, te, ti, to, tu. Roto; tara, ruta, toro, tutureto en teta y tetero de Rita rota.
Rojo entre el sueño sintió el golpe cuando lo pateó el toro que maneaba; despertó, dolía el garrotazo que le pegó doña Ángela por dormilón en la clase. Como un boxeador tras un nocaut, se levantó, lerdo le quitó el zurriago a la maestra, lo tomó como para arrear un toro y tocó con dos fuetazos a doña Ángela. El niño entró en pánico y se arrojó a la calle empedrada desde el segundo piso del salón de clases.
Cundió la alarma, llegaron otros maestros a defender a la profesora. El brabucón Heriberto López traía babaza de perro fino en su mentón. Rojo iba lejos. Tan lejano llegó que no lo vi jamás por décadas, dormido y dolorido lo tenía en mis recuerdos.
Lo encontré una tarde en Cali, no se aún si él sea. Me saludó y me dijo: Soy Rubén Rojo el de Marsella, y desde el brillo de sus ojos me trasladó a aquel tiempo. No sé si sea real o uno de aquellos fantasmas que describe Kafka en sus Cartas a Milena. Recordé aquellas cartillas donde jamás aprendí la lectura, ni comprendí el alfabeto. Me enseñaron a pensar las aventuras de Mandrake el Mago, las discusiones de Pancho y Ramona, las aventuras de vaqueros de Marcial Lafuente, el ciclo de Sandokán y los Piratas del Caribe de Emilio Salgari, hasta aquellos días cuando me leí toda la biblioteca Aguilar de Virgilio Palacio.
Ignoro si Rojo haya aprendido a leer, si haya conocido algo de Einstein. Carlos Arturo López por aquellos años si descubrió la relatividad de Einstein en la biblioteca de su eterna juventud, me lo presento desde su teoría en el sótano de su casa cuando un rayo de luz se proyectaba en una cortina; en lo conceptual difícil me la puso fácil, me indicó contravenir las enseñanzas de la escuela y el bachillerato en Marsella, esas costumbres del pensamiento atado a la fe en lo que no vemos y en la revelación divina. Dejamos de lado los pecados capitales, gocémoslo cuando podamos y tratemos de asumir las siete virtudes principales: castidad, pero esa de un manejo responsable de nuestras pasiones, con templanza, caridad, diligencia, paciencia, bondad y humildad .
Vuelvo a relativo
Caloan mediante la intuición me invitó a meditar entre la velocidad de las cosas respecto a otras cosas. Velocidad relativa, cada sustancia tiene su “lugar natural”, un nivel propio al que siempre vuelve: la tierra abajo, el agua más arriba y el fuego todavía más. Soltamos una piedra y cae hacia abajo hacia el nivel que le corresponde, como en la física de Aristóteles con su correcta definición de los cuerpos inmersos en un fluido y sujetos a las fuerzas de gravedad y a los campos de atracción. Desde ahí con matemática los genios han explicado las complejidades de la energía y los campos magnéticos y esa chispa indefinible de los flujos cuánticos.
Aunque intuimos con algún acercamiento, no hemos logrado el conocimiento complejo y profundo de Einstein o acerca de Matevi Bronstein entre bases de la mecánica en el espacio cuántico y el tiempo relacional.
Me pregunto si las nuevas generaciones de mi región están siendo educados para los desafíos de este tiempo. Averígüelo Vargas decía mi tía.
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