En la cosmovisión de los navegantes el mar es a la vez sendero y tumba. Por eso, quien arriba a puerto es siempre un sobreviviente a los asedios de Neptuno.
Sobre «Ritmo, aroma y tiempo de Palacín»
Escrito por Gustavo Colorado Grisalez en marzo 21 de 2016 en https://miblog-acido.blogspot.com/2016/03/los-sacramentos-del-mar.html
Emilio Palacín Yance pertenece a esa estirpe. Anarquista y militante del movimiento obrero, como fugitivo de la guerra civil española llegó a las costas de América con la esperanza de hacerse a un destino. En esa búsqueda pasó por República Dominicana, Cuba y Puerto Rico, hasta llegar a Cartagena de Indias, donde la muerte lo esperaba con su puñal aciago. Pero antes, tuvo tiempo de dejar su simiente sembrada en el vientre de una mujer que fue su amor durante cien días y en el de otra marcada por el sino de la melancolía.
A buscar los rastros de ese abuelo indómito consagran su vida algunos de sus descendientes. Entre ellos está Viviana, residente en Washington D.C. Es una de las protagonistas de la obra titulada Ritmo, aroma y Tiempo de Palacín, escrita por Guillermo Gamba López y ganadora del premio nacional de novela Aniversario Ciudad de Pereira, en 2015.
El último barco del exilio – Foto: * Government Press Office *
«Atrás dejábamos la guerra, el infierno de los campos de concentración y el hambre». Begoña tenía 19 años cuando embarcó hacia una nueva vida alejada de la muerte. Compartió cubierta con otros 750 españoles que huían de dos guerras en el último barco del exilio, que zarpó hace 80 años de Casablanca (Marruecos) con destino América. Para muchos, era una travesía sin retorno.
Era el 22 de septiembre de 1942. Conocido como el barco de la esperanza, el vapor portugués Nyassa, con 850 refugiados a bordo, sobre todo republicanos españoles pero también judíos, ponía rumbo a México y de ahí a Nueva York, siguiendo la ruta a través del Caribe que llevó a miles de personas a la libertad que les fue arrebatada. https://www.latribunadeciudadreal.es/noticia/z661bfa10-aad0-734b-fd5106e0da173a03/202210/el-ultimo-barco-del-exilio
La historia empieza con un llamado de auxilio:
“Busco mis raíces familiares. Mi abuelo salió de España a buscar refugio en República Dominicana. Se llamaba Emilio Palacín Yance. Mis bisabuelos murieron en la guerra; se llamaban Carmelo Palacín y Ponciana Yance, de Murcia.
“Mi abuela salió una tarde bajo los bombardeos y cuando regresó en la noche no lo encontró, se escabulló entre el miedo porque Emilio Palacín Yance, su compañero, estaba amenazado. Huyó porque lo creía muy implicado y temía por sus vidas. Estaba embarazada y quería proteger a su criatura, pero él ignoraba que ella estaba esperando un hijo suyo. Después, cuando nació mi padre, jamás pudieron hallar a mi abuelo para avisarle.
¡¡¡Por favor!!! Si alguien tiene o encuentra datos, por favor comuníquese conmigo.
Vivo en Washington D.C PBX 895777
Gracias a todos
Viviana”
Nada como el género epistolar para emprender la búsqueda de las raíces perdidas. A él han apelado poetas y cronistas, desde el Antiguo Testamento hasta nuestros días. Enviar y recibir cartas equivale a hurgar en viejos baúles. El curioso no tarda en encontrar un dato, un objeto, que empiezan a darle pistas. En los terrenos de la memoria las cosas hablan. Por eso la carta de Viviana empieza a recibir respuestas. Entre ellas está la de su primo Emiliano Palacín, residenciado en Colombia. Juntos empiezan a desenredar una madeja llena de nombres, de lugares: Teruel, Maceo, Marianao, Cartagena de Indias, Medellín. En ellos transcurrió la vida de los abuelos, pero también la de otros seres que se cruzaron en su camino: Hilario Quincozo, Mayita, Sara, Zenaida, Cecilia la muñequera, Thomasa Barros. Todos son puntadas de un tejido en el que destacan los hijos del abuelo, huérfanos a temprana edad y absorbidos por esa vorágine de violencias que es la esencia misma de la historia de Colombia.
Sobre ellos planea una suerte de ángel guardián: el músico José Bendito Barros, trasunto, por supuesto, del compositor de “La Piragua”, ese otro himno nacional de muchos colombianos. Tocados por el don de la ubicuidad, el cuerpo y el espíritu del músico están presentes donde quiera que alguien necesite deshacer un entuerto.
Porque una fuerza omnipresente en las doscientas veintiséis páginas de la novela es la música. El mar que trae a Emilio Palacín desde España está impregnado de ritmos sembrados allí por miles de navegantes embarcados por múltiples razones. En sus olas alienta el cancionero gitano, sabedor de olvidos y destierros. En sus aguas se agita la rebelión de miles, millones de esclavos desarraigados de unas selvas donde los tambores eran sangre y corazón. En esas naves viajaron los dioses africanos cuyo espíritu, en un esfuerzo de supervivencia, hizo nido en los altares del santoral católico.
El narrador de la novela sabe que, en últimas, cartas y canciones apuntan en la misma dirección: la búsqueda de la memoria extraviada. Por eso hace uso de unas y otras para iluminar las insondables tinieblas de unos personajes que no pueden escapar al laberinto de una sociedad roída por la miseria física y moral: los delincuentes que estafan al abuelo, perfumista y fabricante de jabones. Los traficantes que secuestran a Clarita para curar la extraña obsesión de un niño eterno. Las venganzas entre clanes mafiosos de Antioquia. La miseria de las barriadas de Cartagena de Indias. Todo: lo sublime y lo terrible tienen su propio relato y su propia banda sonora.
“Temprano”
“Desde el mirador de la casa de la señora Thomasa Barros, Fisgoneo, asoma un traje de gimnasta al otro lado de la calle, anchísimo. Me da ondas con una mano. Una hamaca de siete colores, típica de San Jacinto, Bolívar, lo columpia anudada en soportes endebles; ese andamiaje pide limpieza y sanear sus fisuras y agrietamientos, se queja desde el dintel. Presiento una caída, una lesión en un culo al momento menos pensado. Lo mece su primera faena cotidiana que parsimonia y toca, crea y modifica una composición; notas que una a otra quieren saltar, romper el pentagrama y volar con el viento que ondea papeles. Un ensayo en clarinete cuelga con gancho de atril. Infla unas mejillas y la hamaca acomoda en forma y hechura del arpa de unas costillas que empujan acompasadas al ritmo con soplidos”.
Colgadas de dos cocoteros en la costa, o de dos árboles bosque adentro, las hamacas evocan las cadencias del mar, convertidas en acordes por los compositores de sones y boleros. A ese ritmo está contada la novela de Guillermo Gamba López. En ese cruce de cartas uno advierte el aroma del ron, las danzas de los Orishas y el destino del abuelo Palacín anclado en la memoria de sus nietos como una manera de eludir los sortilegios de la muerte.
Ivan Cuevas Art
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