«El Mohan» gritaron los indios, «tentamos al Mohan con este andar sobre su tierra,« decían. «El Mohan es malo» y en un instante desaparecieron como cabras, dejándonos abandonados.
Fortunato Pereira Gamba buscaba fuentes metálicas, este hijo de Francisco Pereira Martínez y hermano de Guillermo Pereira Gamba, científico y multifacético, en su narración “Viajes por Colombia” hacia octubre de 1899, visitaba las minas de oro de azogue y cobre en territorios del Tolima y el Quindío.
Desde tiempo inmemorial los yacimientos de cobre nativo en Natagaima fueron conocidos; hallazgos se hablaban, hechos de ponderosas masas de metal nativo de peso de muchos quintales. En los tiempos de la Colonia, los españoles beneficiaron el metal rojo para las campanas de sus templos y sus utensilios de menaje; ya antes los indios lo aprovecharon en armas y herramientas. Los aborígenes-según tradición del Padre Velasco, en su historia del Reino de Quito «habían logrado formar una aleación dura o templar el cobre para darle dureza de acero; el citado historiógrafo designa este metal con el nombre de «Anta.»
En la ruta repugnan los charcos del Anchique, el color negro de sus aguas manifiesta su inmensa profundidad, albercas limitadas en un sentido e indefinidas en el otro. Al verlos comprendí la tradición ancestral que horroriza a los indios, el Mohan que habita en cavernas subterráneas de estos charcos. A pocos días de camino aguas arriba, aumentaban las dificultades y el ánimo de los indios desfallecía, «tentamos al Mohan con este andar sobre su tierra,« decían. En la noche cuando ranchábamos al pie de un peñasco sobre la roca limpia y pulimentada, a la luz de una hoguera logré que los indios me contaran la historia del Mohan, aquel dueño del río y de sus tesoros aledaños.
Vive el Mohan en los grandes charcos, su espíritu de carne toma diversas formas, y su malignidad es solamente comparable con la de los caciques antiguos, y muy superior a la de los españoles conquistadores, que si bien son crueles, no son astutos, el Mohan es cruel y astuto. En un tiempo, un cura de Natagaima se propuso domesticarlo, enseñarle la religión y obligarlo a que no fuera malo. Lo veía ese cura en sueños, como si lograra cogerlo y atarle una mordaza de cobre sin dejarlo beber.
Intuyó su propia manera de catequizarlo y se dio sus mañas el padrecito. No se sabe cómo lo cogió con una mordaza de cobre que había preparado, lo amarró en el patio de la casa cural con una soga tejida con pelo de mujer, como también lo había visto en sus sueños.
Estaba el infortunado Mohan triste, amarrado al árbol de caucho que creciera en el patio y tuviéronle lástima todos; no parecía tan malo, era una pobre bestia muerta de sed. Y así fue como, una chiquilla sirvienta del cura, compadecida del Mohan que le pedía agua, le llevó un mate con chicha de beber. Él bebiendo ahí, lentamente y cuando le pidió más agua, claro es que se fue. Se fue al río cogiéndoles odio a todos los que buscan el cobre, ese metal con el que el Padrecito pensó aprisionarlo. Desde entonces el Mohan defiende los tesoros y no los deja encontrar. “Y señor”, decía el indígena, “si seguimos buscando estos oros y cobres estamos mal, volvámonos antes de que el Mohan se ponga bravo.»
Mi mente se fue en esa noche a recordar las fábulas que había oído recitar en las montañas del Quindío y otras que leyera referentes a otros países: la madre del monte, tan pérfida siempre y tan mala, la que toma la forma de seres queridos, esa aparición femenil bella y soberana se llevaba mi pensamiento en esa noche con todas las fábulas que había escuchado en las montañas del Quindío y otras que leyera referentes a otros países; esta lleva al montañero a precipicios y abismos, idéntica a la bella del lago, que sedujo en inmortal narración de Bécquer, al atrevido cazador, ese que empañó la fuente tradicional con el lodo que levantara el casco de su corcel; el forastero del monte, no menos malo que la otra, pero algo más estúpido, que lleva a los hombres a la muerte por medio del terror, y el Patasolo, misterioso engendro de la selva, del cual sólo se conoce el rastro, un pie humano algo deforme, pero uno solo de dónde le viene su nombre. ¿Hay algo en esto? ¿Hay en los parajes solitarios algo distinto de lo que es la pura naturaleza?
Dos versiones se presentan al espíritu, escribe Fortunato: la una pudiéramos llamarla naturalista, acepta que algunos anímales pertenecientes a faunas casi extintas se hayan recluido en los parajes no invadidos por el hombre y se reviven allí causando sorpresa y cobardía en quienes alcancen a distinguirlos; la otra sobre naturalista, acepta la existencia de estas cosas que sólo viven en el campo de la imaginación; donde esta reina de la vida humana entra a ejercer, todo es posible.
Los blancos que íbamos en la expedición nos convencimos que pronto los indios nos abandonarían, como que, día tras día se mostraban más remisos y cobardes. El trabajo de andar río arriba era cada vez más penoso, a medida que avanzábamos en la cordillera los saltos se hacían más abruptos, más elevados, más difíciles de trepar, los charcos más pavorosos y oscuros. Al fin nos vimos en una posición dificilísima: las rocas que enmarcan el curso del río se unen muchísimo, un charco inmenso-especie de laguna-llena completamente el espacio que dejan los acantilados; hay que volver atrás o pasar esta charca a nado, o de otro modo, para buscar accesos por la chorrera.
Propúsele a un indio que nadara al otro lado para buscar la salida; horrorizado me contestó: «No señor, esta es la verdadera cueva del Mohan, él se ha venido adelante de nosotros para esperarnos aquí; nosotros nos volvemos«. Me senté sobre una piedra con la cabeza entre las manos. ¿Qué hacer, Volvernos? Subir era relativamente fácil, bajar casi imposible por donde habíamos venido. La chorrera parecía dar salida a tierras fáciles por encima; por ahí podríamos salir del cañón del río a tierra abierta. Nuestra imprudencia había sido grande; pero en todo caso una imprudencia no se remedia sino con otra mayor: pasar la negra alberca y libertarnos, como pudiéramos, del par de murallas que nos aprisionaban.
Siguiendo la costumbre de pescar en el río, Federico echó el anzuelo; apenas caído al agua prendió el peje y sacó algo horrible que no puedo imaginar a que familia pertenezca, una especie de anguila o culebra de color púrpura con inmensos bigotes carnosos y aspecto general repugnante. «El Mohan» gritaron los indios y en un instante desaparecieron como cabras, dejándonos abandonados.
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