En el veredal del Rioarriba hacia la selva del Pacífico, las mujeres hablaban de «Pie grande Juancho», un arriero forzudo y andariego, a quien por cada treinta kilómetros recorridos le crecía seis milímetros la piel callosa en cada pie de trotamundos, se le formaron así caparazones y pies enormes, tan duras como las piedras que pisaba el “Siete Leguas”. Y crecía su inteligencia.
El arriero Juancho pisaba acompasado en cualquier obstáculo y sendero. Su huella hacía camino al andar. Silvaba y tonaba vocablos propios e inventados y elementales con su españolete itálico y pijao; adonde iba le anunciaban sus carcajeos y asonancias con ritmos como en el otro siglo Serrat ha tonado al poeta Antonio Machado.
Su Pisada dejaba huellas que competían con los petroglifos de la piedra del indio que dejó algún antepasado suyo en La Tebaida del Quindío. Remontó siempre sus rutas en los caminos nativos hacia el Tolima y Bogotá y desde Cartago a los ríos y selvas del Pacífico o hacia los poblados entre los cerros del Tatamá a los Farallones del Citará, siempre a su propio ritmo tras los trinos de los pájaros migratorios y el chirrido de los grillos. «Arre mulada mia vea vea y va. via via vaca va, y guio guio al descanso de mi buey fatigado«.
En su habla pinada invocaba a Locomboo, la deidad benévola y abuela del tiempo y madre en la abundancia y la prosperidad, esa energía creadora de lo grandioso y los más ínfimo y diminuto; aunque esas cosas menores, correspondían al mundo de Nanuco, el ser de las energías malignas y opuestas a Locomboo, aunque potenciadoras de las realidades concretas del rio y la montaña, de los metales y la vegetación, la arena que se funde en las piedras y la magia sagrada de las semillas. Ese poderoso e invisible aliento que observó en el estallido de la pólvora, o ese hongo atómico que intuía y explotaba entre sus dudas y luminosidades.
Juancho unía, reafirmaba o dudaba de sus verdades y aprendizajes de indígena pijao con meditaciones; con sus ojos, oídos, piel, olfato y lengua hacía sus interfases. Pensó y habló durante variadas tardes acerca del poder sagrado en lo más ínfimo en sus diálogos con don Francisco Pereira Martínez, cuando estuvo escondido por las persecuciones del español Calzada. Discutían e interactuaba con los rumores de los monos aulladores y las ventiscas de la floresta y sus silbidos entre las ruinas de Cartago Viejo.
Así obraba por convicciones propias cuando se opuso y fue desterrado por sus mismos indígenas en un dia confuso. Les impedía que lanzaran por un precipicio del cerro Machín a un monigote antropomorfo, relleno con hierbas sacras y comestibles con frutos de esa tierra. Era el rito pijao del inicio al tiempo de la prosperidad dada por Locomboo: ellos debían correr bajo una luna llena tras el envoltorio que portaba al monigote hasta un lugar escogido, los primeros en llegar serían lo más favorecidos y afortunados y los rezagados tendrían un mal año.
Juancho les discutía que la buena fortuna no procedía de oraciones, ni rituales o juegos apostados, sino que la prosperidad es el fruto de la fe en sí mismos porque la fortaleza que infunde Locomboo cada quien la crea en si mismo con los aprendizajes desde la vida natural, poder que nace entre una inteligencia propia tras percepciones y emociones, ese momento cuando se observa la vida y en la profundidad del pensamiento se reconoce su armonía, para que, con ese conocimiento, reconocerse entre la armonía interna, cada indígena con el aire, con el agua y la vida transformada en alimento que genera la potencia que nos hace fuertes e inteligentes. Inteligentes para un aprendizaje cada vez más avanzado y útil.
Juancho viajó y retornó con la lentitud que genera la certeza en alcanzar sus destinos en la ruta, migró en constante cambio y movida entre caseríos, nevados y ciudades. Todo por su necesidad de reconocerse y recrearse, esa realización permanente de los seres que emigran para su ser en el mundo ancho y ajeno tras su necesidad permanente de distinguirse entre las cosas de la naturaleza y de la vida.
Sus realidades ebullían como una insuficiencia diaria, camino en adelanto y en cada momento vivido, sus verdades eran pulidas con los pasos de su lentitud viajera y a la velocidad de sus apuros, sus callosidades en los pasos le requerían ese ritmo suyo distinguible para entender y aprender como un ser armónico entre otros lugares y distancias donde la vida revelaba al mundo entre sí mismo.
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