Cuando sanaban las lesiones me sentía lejos de mí. Terminaré esta vida bailarina con rasgos que no son míos. Carezco y siento vacíos, ese yo mío, el que me ha pertenecido en lo que estoy. Si acaso fuese mujer la muerte yo nunca moriría, viviría milenos por delante.
En mis confusiones he existido rodeada de personajes adictivos y presenciado esa degradación de vidas cercanas y malandrinas; me revelé tras el recelo y he estado en otra orilla. Debí servir con fiestas, danza y sexo, enfrentar la contravía de hombres duros y cobardes.
He apaciguado extravíos de contrarios que iban a matarse, al sosegarlos bailaron juntos. Cada recuerdo mío vincula sensaciones de música con truenos, olor de tres mil vientos, caos y alevosía, traiciones de amaneceres y en los atardeceres se echa a rodar el mundo hasta cuando salen los cocuyos. Siento un dolor carente de esperanza, deseo que nada se interponga entre el sol y yo.
Así se sentía Santi, su femenino era inteligente y confuso, aunque pensara que sería grandeza ser hombre y mujer; a secas, esa iniquidad en la forma de sentirse le llamaba a encontrarse con la muerte, aunque en su mente la funcionalidad masculina y femenina se complementaran y en momentos del baile en escenarios exigentes le engrandecieran en una plenitud fugaz.
Aunque las presiones de la vida le quitaran libertad, ella brillaba; aunque la empujaran hacia la oscuridad entre esos cruces donde la acorralaron, debió imponerse entre vida y muerte.
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