Emilio Palacín, mi padre, buscó a Clarita. Viajes y búsquedas que trajinó con penurias y cruces en los caminos. Preguntó en caseríos y rutas de las sabanas de Córdoba y Sucre, en San Pelayo y al norte y sur de Bolívar; la imaginó en una casa de hacienda donde dos jinetes arreaban una recua de vacunos y una voz arrastraba arabescos de vaquería:
Haaaleee. Haaaleee. Haaaleee.. mariposa.
Haaaleee. Haaaleee. Que ya vamos a llegar.
Haaaleee. Haaaleee…
¡Uyuyuy Jujuyy! mi compañera,
¡Uyuyuy Jujuyy!… ya te vamos a ordeñar”.
Magangué.
Un resplandor marcó el límite de aguas inundadas que pasan por la Depresión Mompoxina y La Mojana; ahí el momento, sintió tambores, sonidos de un solo parche de banda papayera, golpes al cuatro por cuatro de un porro que le golpearon el corazón. Todo porque había puesto el hilo de su esperanza en canoa y chalupa.
Iba de pueblo en pueblo, siguió el sonido y el rumbo sobre el agua hacia donde viviera la música y alguien del grupo le indicó los rastros del músico médico y viajero que buscaba. Era aquel que sabía la ruta por donde se coló la historia de una secuestrada que vivía atrapada entre silencio y telarañas; él estuvo allá y atendió a Clarita, había caminado hacia un lugar bajo el rumbo de las aves migratorias donde vivía metido un desquiciado, su guarida del secuestro, una casa entre los árboles que era un escondite de amor tormentoso y profanador de la libertad.
Lo buscó sin encontrarlo, guiado por una intuición sin conocimiento o certeza del fin que conducía hacia una noche tenebrosa en Rincón del Mar.
Y algún otro día encontró en Cartagena a la profesora Domitila que conocía del caso, lo sabía de buenas fuentes con las indicaciones precisas para que la buscara por esa esquina cóncava del mar donde en las tardes los negros bailan y cantan a capela con ritmo de mapalé, porque quien se apropió de la adorable atracción que emitía Clarita era de una familia judía, o sirio libanesa con propiedades en esos lados de la costa y el músico, médico y viajero los conocía.
Emilio volvió a su casa en Santa Elena, al día siguiente una mariposa monarca apareció de repente con vuelo torpe hacia una muchacha que podaba en el patio una orquídea también monarca, ella descifró anuncios en cantos nuevos de pájaros alterados por la nube de monarcas que la seguía y comenzó a medir un tiempo distinto hasta aquel momento. Las fragancias y el movimiento sutil del aire anunciaron la presencia de Clarita cuando apareció en el camino de entrada con Ana María Trujillo, venía desde un pueblo de Córdoba.
Cuando habló descorrió la espesura de su ausencia. Ana María Trujillo la había encontrado tras las pesquisas de un investigador contratado por mandato de su padre. Quiso cumplir esa promesa de don Alfredo Trujillo y lo logró.
Clarita se abrazó a Emilio, su hermano. Miradas largas, redescubrimientos, ninguna lágrima, miradas tiernas, cada uno puso manos sobre el otro, sus yemas recorrían sus cuerpos con suavidad curativa a los daños que sus vidas les habían traído.
El abrazo y las palabras.
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